La historia de parto
"Mi primer hijo nació por cesárea. Una cesárea urgente y necesaria, pero no por ello menos dolorosa, que me dejó un sentimiento de impotencia y miedo latente. Tras ingresar en la semana 38 por una supuesta rotura de bolsa, comprobaron que el bebé sufría una bradicardia sostenida que solo tenía una solución: "¡cesárea de urgencia ya mismo!". Mi marido y yo recordamos a todo el personal corriendo hacia el quirófano, sin tiempo para reaccionar, para poder salvar la vida del bebé. Esta escena se ha repetido en mi mente durante los últimos 2 años en múltiples ocasiones y, aunque había una explicación médica para todas esas prisas, no estaba preparada para esta experiencia (y creo que ninguna mujer lo hubiera estado). La herida fue cicatrizando gracias a la ternura de mi hijo, la comprensión de mi marido y, también, gracias a muchas horas de terapia.
Cuando me quedé embarazada por segunda vez, me asaltaban las dudas a diario, "¿irá todo bien? ¿estará la niña sufriendo?". A diferencia de mi primer embarazo, me preparé a conciencia para el parto, intentando encontrar un sano equilibrio entre los anhelos y las expectativas. Para ello, hice el pack digital de hipnoparto myBabymyBirth, leí muchos libros y relatos de parto positivos, escuché innumerables podcasts... Hasta entonces, el dolor de conocer que la mayoría de mujeres tenían experiencias "normales" y mayoritariamente positivas, me impedía escuchar relatos que describieran el parto como "el mejor momento de su vida".
Una de las claves para sanar la anterior herida era hablar con el personal sanitario que iba a asistirme en el parto, en mi caso, mi ginecóloga que, además, asistió a mi cesárea anterior y conocía nuestra historia y que me mostró todo su compromiso y apoyo para lograr un parto vaginal después de cesárea. Cuando abordamos esta conversación me advirtió que, si acababa en una nueva cesárea, intentaríamos que fuera lo más tranquila posible para vivir una experiencia completamente distinta. Yo no quería una nueva cesárea pero, lógicamente, en mi mente tenía que contemplar todos los escenarios posibles y estar abierta a los diferentes escenarios que se podían dar.
A pesar de que el miedo acechaba de vez en cuando, esa nube negra fue disipándose a medida que el tercer trimestre tocaba a su fin. Esas semanas, evité el contacto con todas aquellas personas recelosas de mi parto (y no de mi bienestar), que solo se preocupaban por si "sería capaz de parir", si "no te van a hacer otra cesárea?" o si "estaba segura de que iría todo bien, después de todo".
Pues sí, estaba muy segura, muy confiada y confortada por mi marido y los profesionales que me iban a atender. Y tenía la información suficiente para emprender ese viaje con plenas garantías.
Desde la semana 36, comencé a sufrir contracciones de Braxton Hix y calambres en el útero. En la semana 38, ya cansada, puse en marcha toda la maquinaria de herramientas para que el parto se iniciara naturalmente. ¿De postre? Dátiles. ¿Actividad diaria? Andar, andar y andar. ¿Para merendar? El remedio de la abuela, chocolate caliente con canela... Y así, hasta que el día que cumplía 39 semanas decidí subir los 8 pisos de mi casa andando, bajo la mirada sorprendida de un vecino, que se preocupó por si me encontraba bien...
Cenamos tranquilamente y vimos una serie a pesar de ser un lunes cualquiera, en contra de lo que solemos hacer entre semana, que es dormir sin más trámite. A las 00:00 horas, ya dormida, sentí un líquido caer por la pierna y pegué un respingo. Me giré hacia mi marido y le dije: "¡Ya está!" Me levanté de la cama y, como una cascada, comenzó a caer agua, con la misma sensación de estar haciendo pis, pero en una cantidad de líquido que mi vejiga sería incapaz de albergar.
Me volví a meter en la cama, muy nerviosa, pensando que una vez rota, la bolsa dejaría de gotear... ¡Pero no! Estuve toda la noche mojándome, cambiándome hasta en tres ocasiones de ropa interior y de pijama, hasta que decidí poner un empapador y quedarme en albornoz en la cama. Avisé a la matrona del hospital privado en el que iba a dar a luz y me invitó a guardar la calma y que, si no se iniciaban las contracciones, ingresara a las 7 de la mañana en el hospital. A las 2:30, comenzaron las olas uterinas, cada 3/4 minutos, que estuve controlando gracias a la app ONA. No subían de intensidad pero tampoco bajaban... No dormí ni un minuto, pero tampoco sabía qué hacer... Hice ejercicios en el fitball, me duché, mi marido aprovechó para llevar a mi hijo mayor con sus abuelos, acabé de preparar la bolsa del hospital, me tomé una Coca cola... A las 6:30 de la mañana, después de 4 horas con contracciones regulares, nos fuimos al hospital.
Al ingresar, la matrona me informó de todo, me trató con una dulzura y un cariño que no recordaba en mi primer parto. Apuntó todos los datos: la niña estaba en cefálica y en posterior y estaba dilatada de medio centímetro (que comprobó haciéndome un tacto). ¡Toda esta información me abrumó! ¿Solo medio centímetro después de tantas horas? ¿La niña en posterior? Teniendo en cuenta todo lo que había leído, sabía que no era la posición óptima para nacer... Pero no me dejé llevar por el aluvión de pensamientos negativos y seguí concentrada en respirar con cada contracción, como si no hubiera nada más en el mundo. En ese ínterin llegó mi ginecóloga y me chocó la mano...
Estuvimos 3 horas más en la sala de dilatación, pero las contracciones no avanzaban y me indujeron con una dosis baja de oxitocina. Con la oxitocina, las contracciones eran mucho más dolorosas, insoportables. A las 2 horas, me informaron de que seguía dilatada de 1 cm y pedí la epidural porque no podía ni un segundo más. Ni respiraciones, ni afirmaciones, ni leches. ¡Y encima no estaba dilatando! La matrona me dijo que la epidural me ayudaría a dilatar porque relajaría los músculos del útero, aunque no sabía qué creer, la verdad...
Respecto a la epidural, no había decidido exactamente si me la pondría o no; siempre pensé que tomaría la decisión durante el parto, en función de las circunstancias. En aquel caso, no tuve duda: era el momento. A partir de ahí, los recuerdos se desdibujan. Al ponerme la epidural, me invadió una paz inmensa que, unida al cansancio acumulado, me sumió en una siesta profunda. Mi marido entre risas me decía que pensaba que estaba meditando. Poca gente puede afirmar que recuerda cuál ha sido la mejor siesta de su vida y, en mi caso, fue aquella. ¡Qué buenas sensaciones!
Al abrir los ojos, después de 30 minutos de siesta, mi ginecóloga me dijo que a la niña no le estaba viniendo bien "el desalojo" pero que estuviera tranquila y que empezara a empujar, que estaba ya dilatada de 10 cm. Pero, ¿cómo era posible? ¡Ya de 10! Pero si en posición posterior sería un parto más largo, si la dilatación había transcurrido durante mi siesta, si había sido un momento muy placentero... Aquella información me dio la energía suficiente para comenzar a pujar con todas mis fuerzas. Aunque eran pujos dirigidos y no sentía dolor, tenía la sensación suficiente como para controlar mi cuerpo. Fueron 5 o 6 empujones, tras los cuales empecé con aquella famosa sensación de "hacerme caca". Sabía que estaba cerca. Mi ginecóloga me dijo "que había que correr un poco". Otra vez las bradicardias, como en mi parto anterior... Pero ya no me preocupaban, sabía que la niña estaba ya fuera. Mi ginecóloga me dijo que habría que ayudarla a salir con un kiwi para evitar que sufriera. Todas las decisiones fueron acertadas para nuestra situación.
Nos mudamos al paritorio, seguí empujando, no recuerdo cuántas veces... Cuando me dijeron que tocara la cabeza, respiré… eso estaba ya hecho! 1, 2 y 3! “Corre, sácala! Quieres que te la pongamos al pecho?” Y sí, la saqué yo! E hicimos pie con piel inmediato en el paritario! No podía parar de llorar y de mirar a la niña y a mi marido, en una mezcla de incredulidad, emoción y orgullo. No me desgarré, a pesar de todas las fuerzas que empleé...
Qué bonito y qué sanador. Qué acierto poder respirar, saber lo que iba a pasar y confiar en mi cuerpo… sin muchas más pretensiones. No me moví durante el parto a pesar de todo lo que sabía, porque mi cuerpo me pedía descansar tumbada… y mi mente se mantuvo serena, conectada a ese planeta parto del que tanto había oído. Hipnoparto me ayudó en todas las fases pero, probablemente, durante el embarazo con mucha más intensidad. El conocimiento y el poder han sido claves en este embarazo y parto.
Finalmente, el posparto ha estado teñido de la misma tranquilidad que el parto, respetando los tiempos y las necesidades del bebé y encerrándonos en una burbuja al margen de la mundanidad para disfrutar de todos los primeros segundos de nuestra segunda hija.
Hoy por hoy, puedo decir que el hipnoparto me ayudó a vivir el embarazo con paz, el parto con poder y el posparto con una alegría pausada.
Gracias Paula".